miércoles, 7 de diciembre de 2011

El más platónico de mis amores

Cuando veo noticias referidas a asesinatos, violaciones, robos, muertos, caos; cambio de canal, con cierta indiferencia y desdén me abstengo de esa información poco valiosa y por demás innecesaria para mi persona. En cambio, cuando veo gente abrazándose, alegres todos, reencuentros, alegrías masivas y júbilo de multitudes me conmuevo hasta las lágrimas. Y si hablamos de congregaciones del gozo extremo, no hay nada como lo que provoca el fútbol. Cada vez que veo un nuevo campeón, un equipo que se salvó de la baja, una victoria asombrosa e impensada que provoca la locura de todo un pueblo, yo también me contagio de esa emoción desconocida que provoca el deporte más hermoso del mundo, como sabe decir Luis Omar Tapia. Todos mis veranos desde aproximadamente mis ocho años, los pasé en academias de fútbol, por eso mi poca habilidad para el estudio. Todos los recreos del colegio los dediqué a maltratar lo zapatos y sudar las camisas jugando fútbol. Un rubiecito corriendo como llevado por el viento, como poseído por el balón, como enamorado de la pelota. Las tarde en el patio de al fondo de mi casa, dándole una y otra vez a la pelotita, decorando la pared con circunferencias. En época de colegial, siempre fui el mejor de la promo en temas de fútbol, por lo tanto, el más ingenuo aspirante a jugador profesional. Desde la sub – 12 para adelante no me cansé de entrenar, en vestir diferentes camisetas en pos de meter la gordita en el arco de al frente. Marcas de chimpunes, festejos de gol. Recuerdo con especial cariño el olor de los camerines, una mezcla hedionda de cremas musculares, pies y el húmedo del césped, un olor que a veces, puedo percibir con nostalgia cuando veo la previa de un partido. Uno nunca pierde el toque, no pierde el don, pero no es igual. No juego en una cancha oficial hace más de tres años, no visto con vanidad los colores de un equipo, no celebro un gol del compañero ni me entreno para no cansarme antes de la media hora. El fútbol es el más platónico de mis amores y por eso uno de los más especiales. Ahora nos juntamos con algunos otros frustrados a dedicar su vida al fútbol y nos reunimos lo martes, martes donde intentamos emular la gloria de un futbolista. El último martes, en un reto deportivo, recibí un codazo bien proporcionado (como debe de ser) en las costillas que no me dejó dormir, que me abstuvo del trabajo y me mereció un par de días de descanso médico. La gente coincidió impresionantemente en decirme: “Fútbol: es cosa de hombres”, como sugiriéndome practicar ajedrez o dejar cualquier actividad deportiva. Me he visto al espejo, cual mujer embarazada, de costado y con el vientre desnudo, y cual embarazada, las proporciones de mi estómago no dejan de sorprenderme. Soy una pita con nudo, un gordo escuálido, un tipo abandonado y dejado a menos. El tiempo no para y las principales huellas que deja, las deja sobre tu piel, sobre tu cuerpo. Creo que en verdad no fui suficientemente hombre para jugar al fútbol. Siempre me cuide de una lesión, siempre tuve reparo para levantarme por la madrugada para entrenar, siempre soñé más de lo que intenté. Hay goles que grité con locura, pero no todos fueron míos ni fueron muchos. Viajé por el fútbol pero no ha mucho lugares. Me hice conocido por aquel deporte maravilloso pero nunca fui el mejor. Concentré pero nunca estuve concentrado. Entrené pero nunca estuve preparado. Fui convocado a la selección de la ciudad pero nunca fui titular. Vestí la camiseta número diez pero nunca fui el diez mágico que todo equipo merece. Ahora sólo soy un tipo que la conoce pero no la ve, es más, la extraña. Me encantaría coincidir con este deporte algún día y dedicarle todo el amor que no supe darle en su momento, cuando pude ser el novio. Es martes, día de pichanga, día de nostalgia por el más platónico de mis amores. Estoy vendado, con dos semanas de descanso de cualquier actividad deportiva. Me puse el short, saqué las goleadoras del cajón; sentí la fragancia dulce de las cremas musculares, olores corporales, el pasto húmedo. Rodó hacia mí. La vi, la acaricie, festejé un par de goles, sudé toda la resignación. Renegué cuando estuve solo y no me la dieron. Lamenté una buena jugada que no terminó en gol. Me avergoncé al perderme la anotación solo, debajo del arco. Sonreí con la suerte del contrario. Amé. El fútbol es la vida misma, es la vida que no seguí. El fútbol es un romance eterno que nunca acaba en tragedia. El fútbol es tan inmortal como el amor. Si Sócrates murió un domingo con el Corinthians campeón, por qué no puedo morir un martes de pichanga con un minuto de silencio por mi ausencia al partido. Es cosa de hombres, y no fui lo suficientemente hombre para demostrar mi amor. Tengo la costilla adolorida y una venda que abraza mi tórax como impidiéndome disfrutar del deporte más hermoso del mundo. Y como el amor enceguece, me entregué al amor por lo intangible, a lo sublime, me entregué a lo que los conocidos del delirio por este deporte llaman pasión. El dolor, es quedarse lamentando no haber podido concretar un gol. La costilla magullada… que se joda, tengo muchas.

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