miércoles, 16 de octubre de 2013

El colchón en el suelo

Me sentaba en el colchón que estaba en el suelo, muy cercano al piso helado de cemento. Me había robado una vieja radio que reproducía aquellos cd’s que había quemado con cuidado, con canciones escogidas, como las fotos que se escogen para atesorarlas en un álbum familiar. En esas épocas soñaba con tropezar con los libros que dejaba regados por ahí, desordenado estratégicamente, luego de haberlos devorados todos con paciencia y denuedo, intentando hacerles el amor, sintiendo placer. Prendía un cigarro en aquella pequeña habitación y soñaba con que el cuadernito al lado del colchón se convirtiera en el libro que pague el peaje al más allá, hacia el recuerdo inmortal que anhelaba. Repasaba los poemas de Neruda una y otra vez antes de dormir, como el más correcto de los religiosos con su biblia. Andaba en bivirí y con un sombrero que me dictaba despacito y al oído, las líneas disparejas de unos textos extraviados en el tiempo; a punto de contraer una pulmonía fulminante pero aparentemente inspirado. Se escuchaba música trova, o alguna canción poco popular que nunca sonaban en las radios. Un cigarro mal fumado y una taza de café que acompañaban aquellos desvelos literarios que nunca prosperaron. Aquella era la cueva de un hombre soñador, de un joven melancólico de sonrisa fácil. Recuerdo que llegué a aquella habitación un catorce de febrero, muy de noche. Llegué con un par de bolsas, aquel colchón recién comprado que no encontró la compañía de una cama y muchos libros que todavía me acompañan. Llegué con un montón de ganas de estar solo, de compartir con mi soledad y nadie más. Aquel catorce de febrero a pesar de algunas llamadas misericordiosas que me invitaban a la tertulia, me quedé en aquel cuartito acomodando las pocas cosas que tenía y me eché a dormir custodiado por un olor a pintura que todavía puedo sentir al recordar. Ya tenía un espacio en la web donde publicaba mis escritos, y antes de llevarlos a navegar los varaba en un cuaderno viejo.  Era feliz con lo poco que tenía, con lo que leía y escribía en mis momentos alucinados de escritor, de promesa literaria. Era mi desorden (nunca fui desordenado), era mi espacio (muy reducido), era el olor a cigarro y pintura el que me envolvía en una soledad que no me volverá a visitar porque fue la primera que conocí, y como todo primer amor, guarda un sabor distinto. Llevaba gente de vez en cuando, de preferencia señoritas que hablen poco. La dueña de la casa, una mujer de ojos grandes y verdes, callaba mis deslices. Fue un año viviendo en aquel cuartito que hoy recordé con melancolía por ser el primer lugar donde anduve solo físicamente. Lo que no recuerdo es cómo sobreviví compartiendo un baño ni cómo concilié el hecho de hacer mis deposiciones con gente alrededor cuando soy muy nimio para esas cosas. No recuerdo tampoco cómo hacía para ver el fútbol (no tenía TV), para andar al día con las noticias básicas, cómo subía mis escritos a la web ni como hacías cuando llegaba tomado y sin pleno conocimiento de la realidad. Luego de ese año, pasé a un ambiente un poco más cómodo. Con un baño propio para cagar románticamente, como me gusta. Me compré una cama de segunda donde seguro velaron a alguien. Recuerdo que al momento de comprar ese armazón que sostenía mi colchón, no encontraron las tablas que le correspondían por lo que me facilitaron unas que habían por ahí. Odiaba cuando dichas tablas se caían, claro, no tanto como la chica del piso de abajo que me odiaba más cuando se caían de madrugada. Me compré una TV (no de segunda) emocionadísimo, sin saber que se pondrían de moda a los dos meses los LCD. Compré también de segunda, de una de esas cabinas de internet que no prosperó, una computadora llenecita de virus y problemas técnicos que me permitía acceder a internet a las justas. Me compré el perchero donde descansan los gorros y boinas que todavía me acompañan. Compré un frio bar el cual imaginé lleno de cervezas. Un microondas que facilitaría mi don culinario llevado a menos. Compré tantas cositas que aquel nuevo ambiente donde realicé fiestas y donde bebí bien acompañado, parecía el lugar perfecto. Fui feliz, muy feliz. Pero siempre es poco. Entonces, por haber almacenado recuerdos que ya no me hacían tan feliz, decidí partir, huir una vez más. Ese instinto megalómano que nos visita, me sacó de aquel cuarto y me llevó a un departamento con áreas adecuadas para desenvolverse. Adquirí una cochera para mi primer carrito, el que todavía me acompaña a pesar de sus años. Compré algunos muebles (siempre de segunda) para llenar los nuevos espacios. Regalé muchos otros utensilios que ya no correspondían. Regalé aquella vieja cama que se caía de madrugada, el estante que acogía mis libros piratas y una mesa que se quedó conmigo porque el dueño huyó para no pagar la renta. Regalé la vieja computadora con todititos los virus y así, poco a poco me fui despojando de un pasado que a veces me persigue jalándome hacia atrás. Regalé muchos enseres de valor afectivo, incluso me compré un colchón de esos que te desesteran, te acomodan la columna y te aseguran el sueño más placido del mundo. Lo que se quedó conmigo por casualidad, y aunque no lo uso, es el colchón acomodado en el suelo, al lado de los libros mal leídos y mis sueños de ser escritor. Cómo ha pasado el tiempo…

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