miércoles, 12 de diciembre de 2007

Anécdotas

Camina atenta, suspicaz ante la presencia de cualquiera, tratando de no ceder ningún tipo de ventaja. Avanza algo preocupada por algunos problemas que la aquejan, pero aún así, enseñoreada. Se dirige a cancelar el pago de seguro médico, está próxima a la puerta, la espera una sala grande y oscura, con gente desconocida, sentada e impaciente, somnolienta por aguardar tanto tiempo. Está a punto de entrar cuando de pronto, inesperadamente se golpea, se coge la frente, parece sorprendida, empieza a palpar debido a su ceguera, es un inmenso ventanal ligeramente polarizado; la gente la mira extrañada desde adentro, algunos por respeto, aguantándose la risa. Ella ahora está inquieta preguntando con las manos, a modo de juego, por dónde se ingresa. La gente descifra sus movimientos, quieren ayudarla, les gusta el jueguito, señalan al costado del ventanal, una puerta que también es de vidrio polarizado, está abierta. Ella ríe avergonzada, ingresa con cuidado, no quiere más sorpresas. Ya es diciembre, ella trabaja incondicionalmente para su parroquia, es jefa de zona. Le ha tocado repartir algunas prendas donadas por la aduana, lo hace con alegría y entusiasmo, tratando de favorecer a los más necesitados. Llega donde una conocida suya, deja una prenda para ella, para su hija, y para su esposo, un hombre lisiado, sin piernas, en un momento de descuido, le deja un par de medias. Después de algunas hora, y tras un par de carcajadas por la desavenencia, regresa presurosa a disculparse, muy avergonzada. Sale corriendo de casa, seguro es una urgencia. Se ha puesto lo que ha encontrado, un jeans gastado que se quitó presura la noche anterior para dormir. Se ha olvidado que dejó las pantis dentro del pantalón que está usando. Las pantis cuelgan por la basta de su jeans, la acompañan cuadras de cuadras. Un caballero amablemente acusa su infortunio. Ella se muere de la vergüenza, recoge presurosa la larga panti que ha seguido su andar. Estamos cenando: ella, mi prima y yo. Mi prima me pregunta si terminé de leer el libro de Jaime Bayly, yo le respondo que si, que ya lo terminé. Ella quiere participar de la conversación, dice que yo he leído varias obras de Bayly, entre ellas: “No se lo digas a mami”. Yo lanzo una carcajada y pienso que no le acierta a nada, la quiero mucho. Llego cansado a casa, como siempre, cansino. Voy a verla antes de dormir. Ingreso a su habitación, la veo echada, también cansada. Siento que la amo más que a nadie, que a pesar de nuestras discusiones, la adoro. Ella me mira – hijito, llegaste – me dice también muy amorosa. Me cuenta su día, sus aventuras, producto de su ceguera o algún lapsus temporal que la aquejan. Me río sin complejos de sus historias, me encanta que me cuente sus anécdotas cuando no son reflexivas ni tienen que ver con religión. – Te adoro mamá- pienso en secreto – no te decepcionaré – Ella me mira, sabiendo que quiero escuchar más. – Te cuento la última – me dice traviesa: Ayer estuve dándole duro con el matamoscas a una pepa de papaya.

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