miércoles, 5 de diciembre de 2007

Trabajando

Mi dulce sueño es interrumpido abruptamente por las mañanas, por la inútil idea de asistir a un polvoriento instituto a intentar aprender algo. Llego a casa agotado, cansado de fingir ser un alumno promedio, tratando de ocultar mi mediocridad. Llego con la alegría que significa reencontrarme con mi cama y entregarme al sueño. Sintiéndome así de inútil, me siento bien, sé que no tengo que fingir nada, sólo ser como soy. Hoy mis días son agobiantes, sigo asistiendo resignado a clases; ahora por las tardes, aún más resignado, trabajo. He postergado el ejercicio que me hace más feliz: dormir. He canjeado este delicioso acto por la esclavizante labor que significa trabajar. Trabajo medio tiempo, mi intelecto no da para más. Soy asesor de ventas (eso dice mi carné) de una empresa de telefonía muy conocida: Telefónica. A base de exageraciones y falsa amabilidad, trato de convencer a personas incautas y crédulas. Me gusta la idea de recibir dinero por mentir y ser hipócrita. Personalmente me parece pésima la señal ofrecida por esta empresa, se satura con facilidad la red y la triplicacion de las tarjetas de recarga son mermadas con la triplicación de cobros que hacen por llamada, evento del que los usuarios no se dan cuenta muchas veces; por eso yo, uso Claro, la competencia, que tampoco es muy buena, sólo menos negligente. Me obligan a ir en camisa y corbata, una idea que no me desagrada del todo, me siento importante y competente, es un excelente disfraz para mi inaptitud e inoperancia. Me ubico en la puerta, con una sonrisa falsa dibujada en el rostro y aún con mi peinado irreverente, mirando a la gente pasar apurada, esclavizada igual que yo al rigor de la rutina, siento vergüenza de ser uno más del montón. Después de convencer al comprador, le doy la mano y pienso en secreto: “Espero que vuelva pronto, que le roben el celular o que lo pierda en una tertulia cuando se encuentre embriagado.” A pesar de que todo el mundo tiene aquel aparatito ruidoso, la venta no es mala. La gente es distraída, volada, juerguera. Son cinco largas horas las que me adormezco en mi labor, los ladrones pasan y esperan que me distraiga, mirándome con recelo y suspicacia, sin saber que siempre ando distraído y que los considero mis aliados en la consigan de conseguir compradores; me ofrecen celulares robados, perfumes, MP3, pensando que soy el dueño. Las vendedoras ambulantes, en especial las de pan, me han pedido encarecidamente retire mi vehículo, porque no las deja ocupar su espacio y trabajar cómodas, me río, no tengo ni bicicleta. Paro todo el día ocupado, entre estudio y trabajo, ya no duermo bien, no me alcanza el tiempo, ya no puedo escribir ni leer, me siento mal conmigo mismo por caer en la rutina social, convencido de que la vida no es fácil y de que no pretendo mantenerme en pie de guerra. No quiero ser esclavo del dinero, lo odio por serme esquivo, por causar tanta infelicidad. Mi madre anda contenta, me ve con otros ojos. Sofía reniega, cree que es el pretexto perfecto para dejar de verla, para caer en tentaciones. Quiero que termine el mes, que me despidan por mis bajas ventas y me paguen aquella ínfima cantidad acordada. Quiero llegar a casa, mirar la cama con la misma felicidad de antes y dormir sin que nadie me moleste

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