miércoles, 28 de noviembre de 2007

Irreverente

Se demora una eternidad, ha tirado toda su ropa sobre la cama. Yo atisbo su parsimonia y la envidio en secreto por tener tanta ropa bonita y moderna. Sofía está emocionada porque vamos a salir, como pocas veces hacemos. Quiere estar linda para mí y para los chicos guapos que podamos cruzar en el camino. Se maquilla despacio, con calma, apelando a su buen gusto, siempre tan guapa y regia. Yo no me demoro cuando me visto, lo primero que encuentro está bien, sólo basta que me sienta cómodo. He cambiado de peinado, todo tirado hacia un costado, sé que me queda horrible, que me veo peor que con aquella raya al medio, aquella que muestra un cuero cabelludo rojizo, quemado por el lacerante sol de esta ciudad, mostrando mi futura e inevitable calvicie. Mi cabello es un desastre, tan renuente, desaforado, chúcaro e indócil. Sofía se ha comprado una máquina laciadora, me tienta usarla y ponerle fin a mis problemas. Observo intranquilo aquel aparato, me aventuro, lo conecto y empiezo a docilizar mi cabello. Me siento tan maricón laceándome el cabello que ciertamente es lacio, pero rebelde, disfrutando cada pasada. Sonrío coqueto al espejo. Ahora Sofía me observa callada, algo juguetona, seguro también pensando que soy un poco afeminado. Sofía termina de cambiarse, después de hora y media, se ha puesto un pantalón jeans apretado, uno que no quería ponerse pero adora. Mientras la veía cambiarse pensaba en que está un poco gordita, no se lo digo. Yo termino de lacearme, lo hice rápido y desproporcionado. Por fin salimos, ella tiene hambre, compramos dos sándwiches, yo no puedo comer grasas, ando un poco mal, como con gusto. Aquel local se ha inaugurado recién y los dueños son nuestros conocidos, hacen un sorteo que sospechosamente gana Sofía adjudicándose otro emparedado; la envidio otra vez. Salimos saciados luego de comer, yo algo ahíto de tanta grasa. Llegamos al pub, uno muy concurrido, irónicamente no hay mucha gente. Van a tocar rock de los ochenta en vivo, eso me animó a salir. Los mozos ven cómo entramos, uno de ellos se ríe mirándome, le comenta algo a su compañero, también se ríe, como ellos otros dos mozos. Sé que se ríen de mi peinado, yo también lo haría. Sofía pide un trago: Amor en Llamas; yo una jarra de cerveza. El grupo hace su aparición, no es muy bueno, me decepciono. El trago se demora una eternidad, por fin lo traen. Sofía lo prueba y no le gusta. Ha pasado una hora, el grupo sigue tocando canciones del gran Fito Paez, las cantan peor que yo y pienso que si Fito los escuchara, se arrepentiría de ser músico. Sofía va al servicio, aprovecho y llamo a uno de los mozos, se acerca y le pregunto si mi peinado se ve gracioso. Él se ríe sorprendido, sabiéndose culpable de algún comentario, da una sonrisa tímida y me dice que está bien. Pregunto de nuevo: -¿Qué te parece?- Vuelve a sonreír, elegantemente contesta: -Me gusta, es irreverente.- Ahora sonrío yo contento, sé que lo detesta y que me veo pésimo. El mozo se retira y se acerca su compañero. Él me conoce, me pide mi número. Se lo doy amablemente y siento que el laceado me ha hecho tan maricón, me contento dándole mi número a un hombre. Sofía regresa del servicio, desea fumar. La cajetilla no está, la buscamos por todos lados. Le digo que sólo se me acercó el mozo a pedir mi número. Sofía lo conoce también, lo acusa de haber robado la cajetilla, comentando de paso, que tiene una hija no reconocida, una bebé idéntica a él. Yo confirmo que esta ciudad es un puterío y odiando al mozo aquel, deseo fume los pocos cigarros que quedaban, y muera con cáncer al pulmón por miserable, Sofía asiente. Pagamos y nos retiramos. Ella mirando feo al mozo ladrón y yo sintiéndome un tonto, un distraído por dejar que burlen mi presencia tan fácil, luciendo contento mi peinado irreverente.

martes, 13 de noviembre de 2007

Taxi de media noche

Estaba algo nervioso en aquel taxi. No quería que Rebeca conociera mi casa, viera como entro agazapado a mi hogar, menos con su madre en el mismo taxi. Salíamos de la verbena de su colegio. Andaba un poco melancólico porque no la pase como esperaba. Rebeca no se alejó de su mamá toda la noche. –Déjeme aquí nomás señito, no se preocupe- logré decir menoscabado por la circunstancia. La Sra. no puso mucha resistencia debido a que no era muy tarde, 12:20 a.m. -¿Estás seguro?- preguntó. –Si Sra., además, prácticamente estoy en el centro- alegué, ahora con nimia seguridad. Me despedí amorosamente. Volví a mirar el reloj, 12:30 a.m., -complaceré a mi madre- pensé. –Llegaré temprano para que no se moleste.- Logré distinguir algunos taxis estacionados, recordé que no es seguro hacer uso de esas móviles, así que decidí, de una manera sorprendente, ser responsable y tomar el taxi que detenido al frente, aguardaba la luz verde del semáforo. Levanté el brazo y el taxi se detuvo. Abrí la puerta (que estaba sospechosamente abollada) y me senté aún triste en el asiento delantero, con la cabeza bien gacha, ensimismado en mi melancolía. El recorrido era corto, diez cuadras a lo mucho. Revisé suspicaz mi billetera, tan sólo me acompañaban unas monedas (como siempre), respiré aliviado, bastaba para pagar la carrera. El corto recorrido me mantuve distante, sólo logré comentar con el taxista (con los cuales suelo conversar con confianza) que tener enamorada te deja misio, mejora el corazón pero perjudica la economía. Llegamos a la puerta de mi hogar, le di una moneda de dos soles, puse un pie fuera del auto, el taxista me detuvo: -flaco, es falso- dijo, me devolvió el dinero. Atisbé la moneda: -está buena-le dije desconfiado y comenzó todo. Un tipo salido de la nada, me empujó y se sentó sobre mí bruscamente, otros dos tipos, en segundos, se acomodaron en el asiento posterior y cogieron mi brazo izquierdo, me disminuyeron instantáneamente, dejándome más inútil que de costumbre. No podía creerlo, reía sorprendido, buscando alguna cámara indiscreta de Tinelli, -debe de ser una joda- pensé mientras el auto avanzaba. Reaccioné, -no me lleven lejos, aquí les doy todo lo que tengo- dije apresuradamente. El auto pasó por la comisaría, cerca al Teatro Municipal sin ningún apuro. El tipo sentado encima de mí, presionaba mi cuerpo contra el asiento, lograba ver incómodo como íbamos camino al hospital por aquella avenida testigo de mi secuestro. De pronto entendí que ni Superman ni Batman juntos me iban a salvar, era hora de apelar a su corazón, hablarles de amor, de morales, de Dios; cosas de las que yo también desconocía. –Brothers, las cosas no están fáciles para nadie, la situación nos perjudica a todos. No sean así pues brothers, yo tampoco tengo dinero y no ando echándole la culpa a otros, lastimando al prójimo, esa no es la solución brothers. Dios lo sabe, Él te está viendo, tengo una mamá que me espera (si es que llego, pensaba) ¿Uds. no tienen mamá?, vamos brothers, déjenme acá, les doy lo que quieran y no pasó nada,- argumentaba. Hablaba y hablaba. Ellos estaban callados, creo que no eran tan malos, que no pensaban hacerme daño, hasta que hablé y cambiaron de decisión. – ¡Cállate mierda!- dijo uno, aburrido de mi sermón político, moralista y religioso. –Revísenlo- indicó. Me sacaron la billetera, sólo tenía dos soles, sentí vergüenza. El celular que recién me había comprado estaba muy pegado a mi entrepierna y no lo detectaron. -¿Celular?- me preguntó. –No tengo- respondí inmediatamente. –Quítale el anillo- volvió a indicar. Era un anillo barato, algo usado, pero era regalo de mi padre, era “mi” anillo. –No- les dije. –Mi papá, me lo regaló, por favor, él falleció hace dos años y es un recuerdo suyo- mentí. –Ya, OK- dijo el ratero bondadoso. –Te voy a regalar el anillo concha tu madre, que se te pierda nomás huevón- me dijo. De pronto el que me revisaba halló el celular: -Tiene celular- dijo fuerte. – ¡Mentiroso de mierda!- me gritó, tirándome una bofetada. –Quítale el anillo por mentiroso- ordenó furioso. Yo reía sabiendo que definitivamente, no era mi día, mientras me quitaban el anillo por mentiroso. Llegamos detrás del hospital, un callejón oscuro de tierra, con una acequia casi vacía. Me bajaron, me revisaron rápida y efectivamente. Uno de ellos intentó derrumbarme, inexplicablemente no pudo. –Tu camisa- ordenó. Resignado le entregué aquella camisa negra que me encantaba, sabiendo que a ese cholo no le iba a quedar bonito. Mientras me despojaba de la prenda, enterraba mis zapatillas Vans, nuevas aún. No me pegaron, seguro les di lástima, además me había portado bien. Subieron rápidamente al vehículo, el chofer era cómplice. No logré ver la placa ni a ninguno de ellos, sospechaba convencido que eran cholos resentidos, a los que mi camisa no les quedaría bien nunca, así se bañaran. Salí corriendo desorientado. Cogí un taxi, lo revisé mil veces. –Concha su madre- dije lamentándome. –Llévame de frente a mi casa- ordené desconfiado.

lunes, 5 de noviembre de 2007

El hombre más feliz del mundo

Esta ciudad pequeña y vacía se ha prostituido tanto que me incita a huir de ella con premura. La gente anda dibujando una sonrisa muchas veces fingida en aquellos labios que se conocen muy bien entre sí e intentan olvidarse. No aguanto la obligación de asistir a ese instituto polvoriento que acoge la derrota de no ser un triste universitario. La carrera que estudio es asquerosa y aprendo más leyendo tonterías que escuchando las interminables clases durante estos tres largos años. Me fatiga levantarme temprano, oyendo a mi madre indignada por mi copiosa pereza, la que me domina todo el día. Llevo una vida de perdedor y por lo menos en esta situación me siento el mejor de todos. Cada día me veo más feo, eso ya es un abuso intolerante. Mi cabello nunca para en su sitio, se rebela ante cualquier intento de dosilizarlo. Mi cuerpo lánguido se ha vuelto inútil a cualquier ejercicio, no sólo mi juventud mental se ha oxidado. La poca plata que pueda tener me vuelve avaro, mezquino, cicatero conmigo mismo y me prohíbe complacerme a plenitud. Mis días son monótonos, abrumadores. Estoy lejos de ser el tipo bonachón y querido por las chicas dispuestas a dar algo más que su amistad, estoy lejos de encajar en este circo impío. Mis amigos andas borrachos, peleándose por un par de culos que van de mano en mano cada fin de semana y nunca se entregan a mí. No me siento cómodo en ningún lugar, en ninguna situación. Leo como loco y al terminar el libro de turno, no me acuerdo ni de un puto personaje. Sólo quiero dormir, esperando que este ejercicio me agote para cansado, seguir durmiendo. Presiento con excesiva certeza que esta ciudad también se ha aburrido de mí y exige que me vaya. Soy un prisionero de mi propia cárcel, un esclavo de mi apatía, de mi pesadez. Mantengo el sueño intacto de sacarme la lotería y malgastar todo el dinero viviendo un par de años escandalosos justificando mi pasividad actual. No tengo ganas de bañarme, sé que me volveré a ensuciar y no hay nadie que quiera olerme con pasión, con desespero. Podría ir al gimnasio, pero ver aquellos cuerpos musculosos, fornidos, esplendidos puede deprimirme y convencerme que durmiendo puedo soñar el cuerpo que quiera. No quiero navegar en Internet, odio la hipocresía de la comunicación en línea, la frialdad de las palabras, las miles de fotos personales que circulan tratando de convencer al mundo de que son bonitos y felices,cuando no son ni uno, ni otro. Odio la computadora, basta que la toque para que presente un desperfecto por alguna negligencia mía, recordándome nuestra relación árida, áspera, insoportable. Mantengo mi página (que tan sólo es un miserable blog) por el compromiso de que la gente que aún muestra algún interés por mí, se aburra leyéndola y me olvide. La soledad es celosa conmigo, me obliga a acompañarla como su amante y yo encantado gozo satisfaciéndola, ya que no me exige que me levante de la cama. No pretendo ser el hombre más feliz del mundo, presiento que sería más aburrido que ser Leonardo Dosantos.