
Tomo asiento y veo mi cara fijamente en el espejo. Me pregunto que puedo hacer conmigo mismo. La señorita que corta mis cabellos no me ha preguntado si el peinado es para hombre o para mujer, sólo cómo lo quiero. - Respetable - le respondo. Ella me mira y vuelve a hacer la pregunta. – Córtelo como Ud. crea conveniente, yo no tengo buen gusto y sé que al final (como siempre), voy a estar disconforme. Ella me corta sin usar las tijeras, usa un peine con navaja y degrafila mis cabellos díscolos. Habla con confianza y aunque es algo fea, tiene carisma; habla de los personajes de sus novelas, se ríe sola y está atenta a cualquier movimiento o acción que pueda ocurrir. Parece loca, y si fuera así no es bueno que tenga esa navaja. De rato en rato masajea mi cuero cabelludo (que cada vez es más visible) y me despeina con avidez. Yo cierro mis ojitos y me entrego a ese momento tan placentero, adorando que jueguen con mi cabeza, con mis cabellos; aunque ella no lo sepa. Me paro, me veo al espejo, sé que estoy igual de detestable que al principio, sólo que ahora estoy relajado. Tengo la firmeza de que yo me corto mejor las axilas que ella mi cabello. Por La noche me baño, me hago un lavado facial con un jabón especial que ya debe de estar vencido. Con las pinzas me arranco con furia los cuatro vellitos que se posan en mis mejillas intentando formar una barba. No sé cuan varonil sea, ni cuan delicado con mi persona; sólo sé que si fuera homosexual, sería uno poco agraciado.
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