lunes, 13 de octubre de 2008

Histora de una combi

Veo el reloj y avanza sin compasión. Voy a llegar tarde otra vez a mi trabajo y como estoy seguro de eso no me apresuro. Tomo la misma combi de siempre y me siento atrás, bien atrás para que ninguna señora de edad me obligue con la mirada a darle mi asiento. Pienso en tantas cosas en el bus, siempre sentado al lado de la ventana; lacónico, meditabundo, casi melancólico. Pienso en las personas que ya no veo, que descansan de mi presencia. Pienso en el futuro incierto que me aqueja, que me asusta. Pienso en el amor, ilusionado pienso en el amor. Pienso en el porqué de las cosas: ¿por qué estoy aquí?, ¿por qué no hice tal o cuál cosa?, ¿por qué no se han bañado estos sujetos? En la combi invento mil historias: soy un gran jugador de fútbol y le doy un par de mundiales a mi selección; soy un cantante exitoso; un escritor bohemio; un galán, un galanazo que se levanta a todas las chicas sin conocerlas, con una mirada, un guiño de ojos que practico distraído mientras la combi está parada en una esquina por el semáforo y el policía me mira asombrado, y yo tonto, aún distraído, sigo guiñándole el ojo. Termino de pensar y el carro está lleno, full, con gente ya colgando de la puerta y yo asfixiándome por el calor y los olores. Ya hay un par de señoras que me miran con cara de desagrado y yo me hago el loco. La calle está cerrada, hay una manifestación y el chofer decide cambiar de ruta; va hacia la derecha, sube unas cuadras y se arrepiente regresando por el mismo camino mientras los pasajeros le dicen que eso debió hacer desde el principio. Llega a la avenida de donde vinimos y nos topamos con la turba de manifestantes. Después de dar cinco vueltas al mismo óvalo decide retomar el camino dejado, por lo que los pasajeros no dejan de recordarle a su madre. Pienso en que ser chofer es jodido, más en Arequipa donde hay bastante arequipeño. El tráfico es terrible. Sube una señora de edad y le cedo el asiento en contra de mi voluntad, por educación, mérito de mi madre. Voy parado, mi cintura doblada en dos, mi cabeza golpeándose con el techo de la combi mil veces, con la cara cerca del sobaco de un cholo criminal enemigo del desodorante. No veo donde estoy, el olor me ha mareado, el calor sofocado y después de tantos golpes no recuerdo a donde iba. El cobrador me mira de reojo, de una manera no muy disimulada; logro reconocerlo, he jugado algunos partidos de fulbito con él por mi barrio (que no es mío obviamente). Pienso que quizá y no me cobra el pasaje. Lo hace y no me da vuelto, me recuerda que le adeudo una apuesta por el último pardito que jugamos, donde por supuesto, salí huyendo después del gol final. Me da sueño, estoy quedándome dormido y los respingos sorpresivos, los golpes intransigentes me despiertan. Siento una mano extraña en mis nalgas, una mano amiga y cariñosa que descansa en mis posaderas, volteo y veo a una señora que no sabe donde ponerla mientras pide disculpas sin moverla. El chofer está en otra, cantando a viva voz todas las cumbias, perdido en alguna pollada pasada, alucinando como yo miles de cosas. Escucho variedad de conversaciones: sobre el dólar, sobre la última convocatoria de la selección, que la plata no alcanza. Suben un par de chicas con empandas de carne, rellenas al extremo de cebolla y yo no aguanto más, grito: -¡baja!- inmediatamente. Luego de salir de aquella lata de sardinas tomo aire profundamente pensando en la descabellada idea de regresar a pie.

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