miércoles, 22 de septiembre de 2010

El día de mi muerte

Todas las mañanas despierto con la misma sensación con la que la noche anterior dormí: “Me voy a morir pronto”. Y es que tengo un presentimiento ponzoñoso que me azuza a pensar de esta manera. A las doce de la noche, este último 11 de septiembre, en vísperas de mi cumpleaños, un dolor agudo se posó en mi debilitado corazón. Sentí unas punzadas virulentas y entendí que nada bueno podía ser. Terminé por convencerme de que eran gases y así me fui a dormir. El último domingo que fui a comer a casa de mi tía querida (Alicia), quien siempre me espera los domingos con delicias preparadas; empecé a padecer nuevamente de mareos y un dolor en la cabeza que me preocupa por ser un tanto desconocido. Comí delicioso un asado de carne con ensalada y un ajicito picante como mi tía sabe que me gusta. Me quedé sentado conversando con mi tío Vicente, quien es un amante de la familia único; y sentí unos mareos arrasadores que me llevaron lentamente a la cama de una de mis primas donde dormí casi noqueado. Desperté a las cuatro y media de la tarde y me despedí apenas y llegué a mi cuarto lentito, como llega la fortuna a la vida de un miserable. Me cambié apenas y me eché a seguir durmiendo. El lunes fui a trabajar muy mareado, contorneándome al caminar, zigzagueante. En el trabajo estuve hecho un torpe y por suerte cuadré con bríos. Esto de vivir pensando en la muerte es una filosofía que practico hace años. Por eso mi andar risueño (y ahora tambaleante), mi paciencia casi beata. No pretendo pelearme o discutir con nadie porque presiento que moriré antes de pedir disculpas o conversar y tan sólo esa idea me aterra: el hecho de irme con algo pendiente y sobre todo, si es con alguien a quien aprecio de verdad me preocupa más que mi propia muerte. Por eso me levanto sin prisas. Cruzo la pista mirando a ambos lados; siempre respetando el semáforo. Mastico lentito para no atorarme. Trato de estar adecuadamente hidratado. Consumo leche y frutas con frecuencia para mantener la mayor cantidad de vitaminas en mi cuerpo (de la “A” a la “Z”) y trato de cagar todos los días (aunque a veces no cumplo). He tratado de disminuir con éxito mi consumo de Coca – Cola (mi mayor vicio), y no fumo casi nada. A pesar de los últimos deslices con el alcohol, tampoco lo consumo con frecuencia ni en cantidades que puedan lacerar mi organismo. En el Banco siento que van a entrar unos matones y dispararán a quema ropa y una de esas balas perdidas se alojará en mi cuerpecito de príncipe y moriré en el acto. Que un tumor maligno e irreversible se aloja en mi cerebro o estómago. Que un terremoto fulminante dejará caer el techo en mi cabeza antes de cualquier reacción. Por lo tanto, me halle donde me halle, me encuentro en constante peligro. Debido a esta sensación mortuoria, me veo en la obligación no sólo de andar con cuidado, sino también, de desenvolverme con alegría; de respirar todo el aire que pueda cada vez que inhalo, de demostrar con un poco más de frecuencia mi cariño, de sonreír con cualquier escusa. Ahora, estos síntomas inusuales que presento se pueden deber a muchas cosas: mala alimentación, algún golpe dado tiempo atrás, a el descuido de mi persona, a un caso terrible de hipocondría o, lo que más me preocupa: a falta de sexo. La muerte es el fin más democrático y equitativo que se pudo dar. Mueren los ricos, los pobres, los altos, los chatos, las mujeres, los hombres, los buenos, los malos y yo también. Mueren todos a pesar de las diversas diferencias que podamos tener. Mueren todos se bañen o no se bañen. Por eso dejo siempre dicho que mis poemas están en mi cajón derecho, la mitad en el cuaderno rojo grande y la otra mitad en el verde chiquito; que por favor publiquen un par. Que me gustaría que todos aquellos que asistan a la despedida de este armazón de carne y hueso, lo hagan en lo posible de blanco, no de negro. Que me perdonen si es que les procuré algún dolor o desavenencia. Que sonrían cuando se acuerden de este niño viejo que no supo quererlos como se merecían. Por otro lado, siento que debo aguantar con valentía estos embates de la vida y no morir sin antes escribir aquel libro que está en camino con una velocidad no mayor a la de una tortuga con diarrea corriendo al servicio higiénico. Tengo que dejar algo antes de partir y espero sea aquel libro planeado y discretamente ejecutado, el mejor recuerdo que pueda dejar. Por ahora soy un sobreviviente que no planea nada a futuro porque presiente no llegará muy lejos. Soy un gitano que no ve en aquella línea larga de su mano muchos años de vida. Soy un bohemio soberbio y alucinado. Le he escrito poemas a la muerte e incluso, el pensar tanto en ella me ha hecho verla sin miedos. La muerte es el final más justo y quizá, el paso más próximo.

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