martes, 15 de marzo de 2011

El prontuario de un ángel

Tiene un aspecto de niña buena, de señorita de refinadas costumbres y de hábitos nobles e inocentes. Tiene un timbre de voz que de cuando en vez se eleva para terminar de contar sus historias o para darle énfasis al momento. Sus ojos color caramelo son dulces como la golosina misma. Sus labios aparentemente no conocen de palabras soeces ni de vulgaridades. La miro de soslayo y sé que mujeres lindas en la plenitud de la palabra no existen, que la dulzura que envuelve a los seres angelicales como ella son sólo el camuflaje perfecto para atraer a sus víctimas o para quedar como inocentes tras un acto innoble o pillo. Lanzo la pregunta sin ánimos de sorprender: “¿Nunca has hecho una travesura?”. A lo que ella con una mirada desdeñosa responde – obvio – y empieza: “Cuando era niña y siendo la menor del grupo de niños que jugábamos en el barrio, era la cabecilla de las travesuras y la actriz intelectual de todas las palomilladas que en verdad rozaban la delincuencia (risas). Con la cara más dulce que puedo poner, yo y un grupo de amigas íbamos a la tienda, cuando moríamos de sed, y distraíamos a la pobre señora que atendía pidiéndole mil caramelos y golosinas para que ésta se demorara buscándoles mientras mis subordinados tomaban con astucia y velocidad las gaseosas que podían, todas de dos litros para arriba claro, y de diferentes sabores para que nadie se quejara. Nosotras al ver el plan hecho realidad, le sonreíamos a la pobre dueña del local y llevábamos lo más insignificante agradeciendo con delicadeza para que no quedara ningún tipo de sospecha. Luego nos cansábamos de jugar vóley porque sabíamos que teníamos gaseosa para hidratarnos por lo menos una semana; lamentablemente la tienda cerró, al parecer porque se fue a la quiebra. Amarrábamos un lapicero a una pita el cual tirábamos del tercer piso de mi casa para que todo aquel que pasara en bicicleta se bajara y tratara de devolvernos aquel útil escolar, el cual jalábamos antes que lo tome y nos echábamos a reír a carcajadas mientras el pobre ciclista quedaba como lo que era, un tonto. Mojábamos a la gente en invierno, porque en carnavales y por el calor, les hacíamos un favor refrescándolos con el agua; en invierno, y con el frío, era obviamente más divertido; habremos matado a un par de neumonía (más risas). Empujaba a los chiquitos que me daban vueltas como moscas desde el segundo piso de una casa a medio construir donde jugábamos intentando que caigan en el montículo de arena que había en la primera planta, por suerte tenía buena puntería. Luego al ver que ellos se divertían, saltaba yo también y no era tan divertido como parecía. A mis hermanos les exigía que me den la lap top en el momento; ellos con miedo me pedían por favor les permita terminar de ver el video que han estado descargando por horas, y al ver que no me hacen caso, bajo y les apago el modem y me encierro en mi cuarto y me rio a carcajadas mientras mis pobres hermanos deben de estar llorando (breve carcajada). Creo que por eso mi madre me matriculó en un colegio religioso regido por monjas, las cuales me obligaban a ir impecable al colegio: con las uñas cortísimas, la falda cuatro dedos por debajo de las rodillas (quería mostrar mis piernas pues, argumenta), un moño tonto siempre para el cabello. Imagínate que estas monjas ridículas nos hacían bordar en los calzones los días de la semana para verificar a diario que nos cambiáramos la ropa interior, me hubiera gustado a mí revisarles los calzones a esas monjas cochinas, hasta hilo dental debieron utilizar. Era como una cárcel ese bendito colegio donde mi madre pensó me iba a reformar. No nos dejaban conversar con nadie en las calles al salir del colegio ni asistir a fiestas los fines de semana. Por eso cuando terminé el cole, juré nunca regresar. Imagínate que alguna vez me peleé con unas chicas borrachas las cuales se metieron con una amiga mía, las tomaba de los cabellos como si fueran mis títeres y al saber que se acercaba seguridad las dejaba caer ahora como muñecos de trapo y les indicaba a los despistados guardias de seguridad que aquellas chicas borrachas y despeinadas se estaban peleando entre sí para que las sacaran. Luego entré a la universidad a estudiar odontología y empecé a traficar con el ratón de los dientes todas las muelas, incisivos, molares y demás piezas dentales que coleccionaba; gané mucho dinero. Plagiaba en los exámenes, le pedía a mi papito me compre justo el álbum que mis hermanos llenaban y exigía un paquetón para llenarlo antes que ellos, pobres. No le contestaba a los chicos que me llamaban como locos para salir conmigo, los hacía viajar a Lima cuando decidía ir a visitar a mis sobrinos. La verdad una que otra travesura he cometido, verás que no son muchas, ahora: - ¿tú has hecho alguna? – me preguntó sin despeinarse y con la más tierna y angelical dulzura.”

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajajajajajaajajajaaajajajajajajaaja, que miedo!!!!!