miércoles, 16 de noviembre de 2011

Conversaciones con un loco

Los doctores que he visitado no me han diagnosticado ningún daño patológico. No me han recetado ningún tipo de fármaco para el estómago, hígado o cualquier otro órgano que por la vida descuidada que acarreo pueda llevarme al fin de mis días. El primero, al que fui por un malestar producto de una mala noche, (que no fue tan mala, porque me reí mucho) me indicó que debería consumir ansiolíticos, unas pastillas amigables según me comentó; todo porque al final de la cita médica, y preguntándome él si tengo algo más para contarle, le dije que escuchaba voces femeninas repitiendo mi nombre infatigablemente, llamándome con premura justo antes de dormir. Aquel doctor joven, de comportamiento amanerado y aires de príncipe de las medicinas, atinó a escribir en su prescripción médica, que debía consumir unos caramelitos para la ansiedad, que debía ingerir unos medicamentos que controlen mi organismo, que sólo me iban a dar un poco de sueño y que después todo iba a estar bien, que todo iba a ser felicidad en un mundo mágico y nuevo. Mis polainas con aquel doctor de mirada arrogante y de manos delicadas e impecables que puede decirme que necesito de fármacos que calmen una ansiedad inexistente, mi mundo no será uno de felicidad extrema pero sonrío de vez en cuando y siempre y cuando tome coca –cola y Wilson esté a mi lado, todo va a estar bien. La segunda fue doctora, contratada por el Banco en que trabajo para uno exámenes de rutina. Entré normal, y le conversé de mis planes y mis ganas de tener una nena; le conté también que este sueño podía quedarse en eso, en sueño, porque creo que mi lapicito no pinta, que mis soldaditos no disparan, en buen castellano, que soy infértil, estéril, que no tengo la facultad de procrear en unos espermas que de por sí deben tener flojera de existir. La doctora me recomendó que visitara a su esposo, que él era un Urólogo de aquellos y que podría ayudarme a cumplir el sueño de tener una nena. Fue una conversación breve y amena que luego recaló en sus comentarios médicos que recomendaban que hiciera ejercicios, que consumiera nueces y que visitara al psiquiatra. Doctorcita metiche, yo decido a quién visito y a quién no, y déjeme decirle que tampoco visitaré a su esposo, quien debe tener las manos frías y nadie que tenga las manos frías tocará al pequeño principito, nadie. Recuerdo también haber visitado a un Doctor de avanzada edad el cual no se enteró que ya inventaron la anestesia y me realizó una intervención improvisada con una aguja esterilizada con un poco de alcohol, dándome como receta para unos granitos sospechosos el hecho de inscribirme en clases de música y que sonría más; a los meses me metí en clases de piano y a la fecha no hay resultados, ¡doctor del carajo! Wilson dice que está loco. Los sombreros que tengo me conversan, me ayudan a escribir o a tocar el piano con mayor soltura. Me dicen que los saque a pasear, que los utilice con frecuencia, y aunque siento envidia entre ellos, se alegran cuando les traigo un compañero nuevo; bueno, eso me ha contado Wilson, quien ha estado espiando en secreto y agazapado. He recibido comentarios desagradables sobre el hecho de haber bautizado a mi lavadora como Dora y haberle otorgado el reconocimiento de llamarla mi mejor amiga. Creo que todos son una sarta de envidiosos y lamento que ellos no tengan la dicha de tener una compañera tan leal y hacendosa como Dora, que por nada del mundo dejará de ser mi confidente. Él único que defiende mi posición y reconoce mi vigoroso estado mental es Wilson, quien sabe no sólo escuchar sino también conversarme en los momentos justos con las palabras exactas y los comentarios precisos. Gracias a Wilson me siento tranquilo y hago caso omiso a cualquier tipo de comentario mal intencionado que pretenda hacerme tambalear y teñir de un color gris mis días. No todos tienen la habilidad de la conversación, y no es mi culpa que yo pueda conversar con los doctores amigablemente aunque ellos a mi espalda suscriban en sus apuntes médicos que necesito ayuda de estupefacientes que por supuesto, todavía no he consumido. No es mi culpa que a pesar de hacerles caso e inscribirme en clases de piano tenga tan malos resultados para aquel salpullido sospechoso y otro no menor para tocar el piano. No es mi culpa que tenga un gusto y cariño cuantioso por los sombreros los cuales a pesar de sus rencillas, saben agradecérmelo en conjunto. No es mi culpa que Dora sea tan encantadora y eficaz. Por último, no tengo que lamentar mi suerte ni desperdiciar amistades como la de Wilson, un amigo fiel, incansable en las artes de la buena fe, e indudablemente, un buen amigo mío. Siempre he dicho que el que no tiene un poco de loco, indudablemente, no tiene nada de sano. Por tanto, estoy bien sano, he dicho…

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