miércoles, 22 de febrero de 2012

Llueve sobre mojado

El ventanal de la sala se ha vuelto mi lugar favorito. La vista desde el cuarto piso: parado sobre esa especie de balcón, mirando a todos pasar, mirando la lluvia caer… me hipnotiza. Ha llovido varios días seguidos, y a llovido de verdad. Muchos de estos días de intensa lluvia han coincidido con las vacaciones que esperaba con ansias hace meses y por fin toman cuenta. Días antes de despojarme de responsabilidades laborales, las nubes ya se mostraban irritadas, enfadadas, amenazantes. El cielo se había perdido por encima de una capa arisca y gris que opacaba el sol de verano. Nunca vi caer tanta lluvia, nunca escuché con tanta fuerza el golpe de aquellas gotas asesinas que al contactar con el suelo, y con esa vehemencia insólita, parecía un redoble de tambores anunciando la guerra misma. Llovía tanto y tan seguido que parece que siempre hubiera sido así. Las calles se convirtieron rápidamente en ríos, intratables, imposibles de cruzar. Los paraguas pasaron a ser obsoletos y se deshacían como un pedazo de cartón. Habían muchos de estos paraguas deteriorados regados por las calles cual cadáveres. La moda cambió radicalmente. Si ya es una costumbre usar ropa de invierno en la ciudad por estás fechas, la situación era tan controversial que los zapatos se cambiaron por botas de jebe, caña alta; las cuales daban apariencia de fontaneros a todos los ciudadanos. No importaba qué atuendo lucías, si los colores combinaban, porque todos estaban forrados por un plástico con capucha que intentaba repeler la humedad de los atuendos originales. Las pistas no están preparadas para los embates de la naturaleza, por eso la presencia de tantos agujeros, cráteres improvisados que hacían del tránsito una aventura en verdad peligrosa. Salí a manejar un par de veces, fui testigo del hundimiento de varios vehículos, de los desagües colapsados y del tráfico indeseable que se formaba por culpa de la lluvia. Así salí de vacaciones, condicionado por las intempestivas lluvias, por la fuerza de la naturaleza que deja bien en claro que no hay mayor fuerza que la suya. Estuve en casa, terminando de leer algunos libros con los cuales no pude en un primer round y que ahora, a duras penas logré concluir (prometo no volver a leer a Bryce ni a García Márquez ni tampoco a Vargas Llosa; su prosa me aletarga y me hace sucumbir a un estado de shock). Salí de compras, o por lo menos a ver muchas cosas que no veía hace mucho tiempo. Caminé, caminé más de una tarde por las calles inciertas y aparentemente desconocidas para mí en esas horas. Caminé cuando la lluvia todavía era garúa y de preferencia bajo ninguna protección de algún paragua suicida. Dormí más que un oso en invierno. Tomé desayuno. Acudía a cortarme el cabello que parecía una choza improvisada. Dejé de pensar tanto, de volverme viejo. Al parecer por esos caminos desconocidos por los que anduve reencontré un pedacito de algo que perdí. No vi a mucha gente, no escuché mayores ruidos, no conversé con muchas personas. Sólo escuché música, vi películas y dormí. A fuera el mundo igual: gente estresada por un trabajo que le da de comer, caos por movilizarse con premura porque se vive muy rápido, calles inundadas por las lluvias. Si las calles eran ríos los ríos eran amenazas. Muchas de las calles cercanas a los ríos fueron clausuradas por precaución, porque el cause de éstos estaba a punto de invadir zonas urbanas. Me encerré en mi casa cuando todos se exponían a la presión del trabajo, a una posible neumonía y a ser víctimas de los embates de una lluvia poco piadosa y por demás inclemente. Pasé mis tardes mirando por el ventanal de la sala, de aquel departamento en un cuarto piso; respirando con tranquilidad, leyendo algún libro inconcluso, tomando una bebida caliente, mirando a la gente pasar. Reposé sobre el sofá de la sala, que apuntaba a ese bendito ventanal que parece una droga visual. Vi la lluvia caer, la vi caer por varios días seguidos. El sol no me visitó ni por casualidad; tampoco lo fui a buscar a la playa u otra ciudad. Aquí llueve sobre mojado, lo sé muy bien. Los problemas llueven sobre mojado. Dicen que cuando llueve todos se mojas. Yo los vi mojarse desde el ventanal de mi casa, desde un lejano cuarto piso, como un dios miserable que ve con curiosidad, las desgracias de otros.

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