martes, 2 de octubre de 2012

No todas son tristes

Tengo veintiséis años y nunca he ido a una despedida de solteros. La verdad de la situación nunca me llamó la atención, no es de mi deleite ese tipo de espectáculo puesto que jamás he visitado alguna casa donde las señoritas estén dispuestas a bailar desnudas y luego con un descuento cariñoso, proponerte visitar otro lugar. En verdad nunca lo he hecho, o  por lo menos nunca con chicas que cobren. Esta vez me invitaron y también me sometieron al pago de una cuota que comprenda la visita de cuatro chicas (que al final fueron tres) y a la ración necesaria de comida y alcohol. Pagué sin saber cuánto cuesta ni lo que comprende. Pagué porque no quiero quedar como la niña que no quiere ver cosa de machos. Pagué porque pretendía estar presente en la tertulia de un amigo pronto a la desgracia y porque la curiosidad me mataba. Al final pagué y punto. Decidí ir en carro, manejé presuroso. La hora pactada había vencido y entendí que también había caducado mi oportunidad de ver a desinhibidas señoritas danzando al ritmo de corazones ajenos. Llegué pero ellas todavía no. No éramos muchos, pero éramos los justos. Empezaron a pasar cerveza para aligerar las cosas y entrar en sintonía con el momento. Aquellos señores de cabellos canos y de experiencia basta tomaban pisco. Se anunció la entrada de las señoritas más de una vez y nos quedamos con las ansias de una falsa alarma. Mientras tanto se desenvolvía una simpática charla en medio de la bebida. Llegaban algunos invitados más y se veía en su cara la felicidad de saberse todavía oportunos para el evento principal. De pronto entraron raudas con antifaces que cubrían no sólo sus identidades sino también su belleza. Eran tres (no cuatro como prometieron), y pasaron en jean como quien entra  a una discoteca abarrotada. Raudo el novio cambió su camisa por un polo desmejorado para que lo rompan con confianza: - Estás mañosas les dices que no y peor, son unas mierdas - comentó mientras cambiaba de prenda para que no se la rasguen. Un buen amigo me daba indicaciones al enterarse con asombro que no había asistido nunca a una despedida de solteros y tampoco a una casa de puterío. – Si te bailan deja que se te acerquen, luego agarra carne con discreción. No toque mucho que se enojan y se quitan – me dijo canchero él mientras se acomodaba en una silla al lado mío. No pasó mucho desde ese comentario para que saliera la primera de las damas y muy autoritaria pidiera una canción de su Cd. Se molestaba un poco al demorar la pieza que había escogido. Una vez empezada la canción empezó el baile titubeando con respecto al paso a emplear. No demoró mucho en tomar confianza y tomó como a su presa al novio que espera sentando y ansioso ser devorado por el baile de aquella mujer. Empezó por la parte superior y lo despojó de aquel polo con final infeliz. Continuó con el pantalón, siempre con algo de problemas. El novio se aferraba a aquel bóxer negro que lo separaba de la desnudez como una madre a su hijo. Ella se acercó y le comentó algo, al parecer le pidió que se relaje y que colabore con el espectáculo. Él soltó su prenda interior convencido por la propuesta de aquella dama, quien no dudo en traicionar a su presa bajando hasta los tobillo aquella prenda que cubría sus genitales. Todos rieron por la traición. Algo empezó a vibrar en mi entrepierna, averigüé y era mi celular. Antes del ingreso de aquella niña mala advirtieron que estaba terminantemente prohibido el uso de aquel aparato para uso de grabado. Temeroso por malograr la fiesta y que se marcharan las chicas salí a contestar. La señorita que me gusta llamaba en el preciso momento en que la chica que no me gusta bailaba ya desnuda en su totalidad. Tengo que admitir que ese tipo de espectáculos no son de mi agrado, no me provoca ningún tipo de satisfacción ver a aquella chica guapa grabando una mala película triple equis. Por esas cosas que pasan la llamada se perdió y regresé al lugar de los hechos para ver como recreaban una escena porno. Ella desnuda moviéndose sugerentemente y él por detrás sacudiéndose al ritmo de aquella señorita epiléptica. Cual película porno, todo falso y montado para la excitación del público. La chica era guapa y de edad pronta, calculo veintidós años. Se levantó mostrando su desnudez, tomó las pequeñas prendas de las que se despojó y se encerró en el baño para cambiarse. Salió rauda y con el antifaz protector se despidió por obligación con un frio “chau chicos” y partió con el dinero en su bolsillo. La segunda nena salió con aires de dictadora  y tomó al novio como un perro dominado por su amo. La llamada volvió a visitar mi celular y nuevamente me ausenté de la tertulia sin que el segundo acto haya comenzado. Era ella nuevamente, la señorita que extraño cuando estoy solo y a la que le escribo cartas como a los quince años. Su voz reposaba en tristeza, sabía que algo le había sucedido. Mientras tanto observaba como los zapatos del novio golpeaban la pared del patio en que me hallaba y posterior al sonido del golpe, observé la casaca de aquel otro amigo que me instruía en el arte de la vida putanesca y que se sentaba al lado mío volando por los aires, encontrando final en el techo del vecino. Aquella nena de cabellos castaños y de pechos blancos había sometido el lugar donde nadie se percataba de mi ausencia y si alguien lo hizo sospechó de mi hombría al encontrarme a fuera conversando por teléfono. Le pregunté si estaba bien y me contestó que lo había hecho, había dado fin a esa relación de doce años. Había cerrado una puerta infinita para él y había abierto una luz de esperanza para mí. La chica malcriada terminó su baile, repartió unas tarjetas que decían “chocolatería” con sus números y salió igual de rauda que la otra, casi sin despedirse. La tercera nunca apareció, nos quedamos con la duda si en verdad eran tres. Yo, pendiente del teléfono escuchaba a la única chica que me provoca ver. Aún triste, comentaba su valiente acto asegurando que era lo mejor. Sin saber como tranquilizarla la acompañé casi en silencio, era necesario que ella con sus lágrimas limpiara sola sus heridas. A pesar de aquella noticia alentadora para mis propósitos, no me sentí feliz. Entendí que decir adiós es difícil pero a veces necesario, y que no todas las despedidas son tristes.

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