domingo, 25 de abril de 2010

Hay días en la vida

Me levanto a las doce y media porque entiendo que es mejor dormir y no deprimirme por sentirme inútil. Me levanto a las doce y media y tengo que ir a almorzar pero no tengo el dinero necesario, todo porque mi madre (la mujer que más amo) no me ha depositado el dinero que tiene que depositarme, seguro por los problemitas económicos que adolece, dinerito que le presté y es vital para que subsista hasta fin de mes. El dinero no llega y no quiero llamar a mi madre para no atormentara, total, no gano nada con eso. Ese día no almuerzo, el siguiente tampoco y le ofrezco mi ayuno a un Dios que seguro le gusta que ayune. El tercer día tampoco almuerzo y las cosas se ponen peor. El internet que pretendí adquirir se ve lejano e imposible, pues el cochino modem está muy lejos o mi computadora de segunda y con más virus que hospital en media epidemia, es deficiente como el actual dueño; lo peor de esto no es sólo el internet (con el que deseaba contar para escribir y leer con más entusiasmo), sino que ya había implementado mi austera computadora con algunos elementos que supuestamente la harían menos austera. Gasté mucho dinero en una computadora aún obsoleta, dinero que ya no me sirve para comer. Entonces decido limpiar mi cuarto para desalojar la mala suerte que en él habita, no sin antes arrancarme los pelitos que salen en mi carita; al hacerlo encuentro una pequeña costra que arranco con furia loca, y de esta pequeña abertura, derramo sangre como condenado y creo que voy a morir desangrado. Trato de tender mi cama con la otra mano presionando un pedazo de papel higiénico contra me cuellito (lugar donde se haya la hemorragia) y al extender mis brazos tratando de tender mi cama, reviento el foco que cae como lluvia sobre mis sábanas y hace en mi mano otra herida que facilita mi desangramiento y me lleva a una muerte poco heroica (imagino en la portada del Trome u otro periódico chica: “Mongo queda frío por limpieza lorna”). No sólo eso: mi hervidora de agua se quema y no tengo cómo tomar un cafecito caliente, mi mouse se malogra y no puedo utilizar cómodo la compu, el único juego que me hacía feliz lo terminé borrando por burro, en el trabajo cometo errores de principiante, el champú se me acaba; entonces voy al súper a comprar un miserable champú (de manzanilla si es posible, porque pone regio el cabello castaño), y termino comprando medio súper, entre plumeros, snacks, bebidas hidratantes, Coca – Cola, y demás tonteras. Llego a casa y he gastado más de cien soles en caprichos hediondos que no me hacen más feliz, que por el contrario, me hacen más moroso, más dependiente de la tarjetita Visa (qué haría sin ti tarjetita condenada). Al día siguiente intento bañarme y el champú traidor no hace espuma porque es reacondicionador y no sé que carajo hacer con un reacondicionador. Entonces voy hacer burradas al trabajo, me gritan como todos los días y al finalizar mis labores, voy al súper otra vez, a comprar lo único que me hacía falta desde un principio, el champú. Compro el champú con otro millón de cosas que no usaré (pero que estaban en oferta) y regreso a casa triste como hincha del Muni. No puedo despertarme temprano, aunque en verdad lo deseo (lo juro), todos los días bordeando la una venzo a medias mi flojera. Entonces soy infeliz y parece que este estado de ánimo se extenderá. Quiero escribir y no puedo, no salen ideas de mi cabeza y reniego (cosa que no hago habitualmente). Mi perro no ladra, mi vaca no da leche, mi chacra no produce, mi vida es inútil. No quiero despertar porque de verdad me siento obsoleto como mi computadora. Mi madre me manda en puchos el dinero que me adeuda. Con dinero en el bolsillo no voy a almorzar porque ya me acostumbre al ayuno. Son días lindos para suicidarse y morir como el miserable que soy. Pero como dicen: “Mañana será otro día, el sol saldrá”. Sí, pero nadie me dijo nada del eclipse, ¡cabrones! Cuando ya me estoy acostumbrando a la miseria, y salgo poco a poco de esta semana de mala suerte, aquel Dios burlón que nos observa desde los cielos, me educa. Salgo del trabajo y pasa una señora ciega que golpea como loca el borde de la pared para seguir su rumbo sin perderse. Yo subo a la gradita que hay cerca de mí porque presiento que me dará un bastonazo que no sabré eludir. Entonces la señora choca con un compañero de trabajo y pide ayuda para cruzar la pista, pues es invidente. Yo me acerco y la ayudo a cruzar. La señora me agradece con ternura. Yo me siento pésimo, más miserable que antes. Al llegar al otro lado de la vereda me sigue agradeciendo y me pregunta si viene la 7B, no le digo, esta cerca la 7A. Por mi cabeza dan vuelta un millón de cosas, de situaciones. Ese Dios burlón del cual me quejo, después de todo, no es tan severo conmigo. Observo que la 7B se acerca repleta y me veo en la obligación de hacérselo saber a la señora, quien no duda en subir con mi ayuda aunque esté así de saturado, creo que hasta el chofer va parado. Sube diciendo gracias, gracias. Pienso en mi madre, en lo indefensas que están algunas personas por el mundo, de lo desagradecido que soy, en la miseria de otros, en las ganas de otros por hacer las cosas bien, en aquel Dios burlón. Tengo ganas de llorar y no sé por qué. Mala suerte mis polainas. Hay cosas simples que termina complicándonos como si éstas fueran vitales. El ciego soy yo, que no sé apreciar lo que tengo: salud (aunque dejada a menos), inteligencia; un trabajo (así ya no esté tan contento en él). Soy más burro de lo que creí. Me quejo, me quejo, me quejo. Si la vida, aunque a veces taciturna, siempre me sonríe. A la mierda con mi mala suerte, total, el reacondicionador me deja el cabello rico.

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