martes, 28 de junio de 2011

Los restos de su amor: Tarde

Verónica sale de la ducha con la toalla envolviendo su figura casi perfecta. Camina un poco por su habitación buscando algo, quizá su celular; quiere ver si no tiene alguna llamada perdida. Camina con agilidad y delicadeza, siempre en toalla, semidesnuda, aún húmeda y con el cabello mojado. Pasa mil veces frente a su enorme espejo; se detiene, se sabe preciosa y se anima a despojarse por algunos segundos del paño que la cubría y aprecia su desnudez. – Cuántas quisieran tener esta figura, y cuántos quisieran poseerla, sarta de pendejos – se dice antes de cubrirse de nuevo. Aún es temprano pero tiene escogida la ropa con la que saldrá a impresionar al público hoy. Quiere lucir sus piernas bien torneadas, por eso la faldita. Verónica está de moda y eso le gusta. Últimamente ha salido mucho, y a pesar de las risas y las miradas infinitas que se posan en ella, siente un pequeño vacío. Toma su ropa interior, es negra; se la pone sin problemas y se vuelve a mirar en el espejo. Se echa en la cama, siempre en ropa interior, está pensando en él, no quiere pensar en él, pero sabe que lo extraña: -Te odio Martín- llega a decir antes de quedar ligeramente dormida. El celular estalla, suena una canción muy conocida “Ojalá que te mueras” dice el tema. Es Gabriel, es el hermano menor de Martín. Ella mira el nombre y tarda en contestar. – Este maricón no es capaz de llamar de su celular – piensa y contesta. - Aló- dice con una voz dulce e inocente. - ¿Verónica? ¡Se mató cojuda, se mató! ¡Se mató por tu culpa! – logró entender entre quejidos y sollozos. - ¿Quién se mató Gabriel? ¡Por Dios, no entiendo nada! Cálmate, no me hagas asustar -. – Se mató Vero, se mató mi hermano, Martín. Mi hermanito se quitó la vida, está muerto, ¡muerto carajo! - Verónica se quedó impávida y no logró colgar la llamada, simplemente dejó caer el celular y se quedó inmóvil, congelada. Sus ojos se llenaron de agua, empezó a temblar levemente. De pronto vinieron mil imágenes a su cabeza: él sonriendo, él llegando a su casa, él desnudo en su cama, él diciéndole que la ama, él siempre con ella. – Es un error – piensa y coge el celular nuevamente. Gabriel sigue llorando desde el otro lado. – ¡Gabriel! escúchame Gabriel, no juegues así, ¿dime que mierda está pasando? ¡Pásame con Martín! – No entiendes huevona, Martín se mató, se metió mil pastillas y mi casa está llena de policías. Mi hermanito se mató, y fue por ti, se mató por ti Vero - Verónica cogió el primer jean que encontró, se puso cualquier chompa y salió presurosa, tenía todavía el cabello mojado y estaba en sandalias. Tomó un taxi, estaba llorando; el taxista sólo atinó a preguntar a dónde quería ir. No podía creerlo, no podía concebir la idea de que Martín fuera tan cobarde y la vez tan valiente de haberse quitado la vida. Lo había visto el fin de semana pasado, cuando se cruzaron en la discoteca, cuando ella bailaba con Ricardo, uno de sus mejores amigos. Ricardo estaba tomado, y ella sólo bailó esa canción con él, no quería exponerse más, porque no quería generar malos entendidos. Recuerda que Martín la vio y no dudó en tomar un trago y marcharse. No lo vio más, no le dijo que estaba guapísimo, que lo extrañaba un montón y que lo del baile fue sólo un mal entendido; no le dijo que todavía lo amaba y que lamentaba que las cosas estuvieran así, no le dijo que se había dado cuenta de que había cometido algunos errores y que se sentía terriblemente triste sin él. No le dijo tantas cosas, quizá esperando el momento oportuno para confesarle eso y más, pero ya era tarde. – Llegamos – dice confundido el taxista y ella reacciona del trance y sale volando, no ha pagado, el taxista no sabe bien qué hacer. A fuera de la casa de Martín se encuentra una ambulancia ya estacionada; un par de patrullas con policías conversando. Un pequeño cerco de seguridad no impide que Verónica cruce y logre ingresar a la casa. En la sala está Gabriel, sentado en el sofá, con los ojos rojos; la ve ingresar y corre a darle un abrazo: - está arriba – le dice. Suben corriendo y la escena se torna cada vez más tétrica. En un pequeño mueble la mamá de Martín se encuentra inconsciente siendo atendida por los paramédicos, más adelante su papá llorando conversa inconsolable con un doctor y un policía; pronto advierten la presencia de Verónica y a pesar de todo la abraza y estalla en lágrimas – ¡El huevón de mi hijo se mató! ¿Por qué? ¿Qué error cometí carajo? – Ella estaba destrozada, intentó entrar y ahora si se lo impidieron. Logró leer la frase en la pared: “Lo que encuentres aquí, sólo son los restos de nuestro amor.” y empezó a gritar como loca, a repetir incansablemente que lo amaba, que lo amaba más que a nadie. – ¡No pude ser! – resonó en casi toda la cuadra, en un silencio asesino. El papá de Martín intentó contenerla. – ¡Te amo Martín! ¡No me dejes amor, no me dejes sola! - Él ya estaba en una bolsa negra, ella quería verlo, no podía ser él. Se escuchó entre los llantos y los gritos la voz de algún policía o doctor inoportuno: - Tarde flaca, muy tarde – Lograron consolarla medianamente, lograron llevarla a la sala y le dieron unas pastillas para que se calme. Cuando se dio cuenta se imaginó a Martín ingiriendo esas pastillas malditas y esperó que fueran las mismas, en esos momentos también quería morir. Los papás de Martín y Gabriel no le dijeron nada, sabían que ella era una buena chica y que no resolvían nada buscando culpables. De pronto sintió un golpecito en la espalda, era el taxista. – Señorita, disculpe, son cuatro soles – le dijo algo nervioso. Ella lo miró con odio, tenía veneno en los ojos. De alguna manera, Verónica también murió aquella tarde de Junio.

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