martes, 21 de junio de 2011

Los restos del amor

Se mira al espejo, ve un pequeño brillo en aquellos ojos negros y rencorosos que ahora lo miran a él. Acaba de llegar de una reunión, acaba de derrochar algunas risas pero ya no tiene el dulce de aquella tertulia en sus labios; está furioso, está dañado. Golpea la pared con furia, no sabe a dónde ir. No hay nadie en la casa, pude hacer la bulla que le dé la gana e incluso puede llamarla a ella y decirle que es una puta, que no entiende cómo se enamoró de una puta que nunca supo querer. Se siente miserable y pese a todo el odio que lo invade logra distinguir en su pecho un poco de temor. Se quita la camisa, el vividí forma su cuerpo entrenado. Se mira al espejo nuevamente: frente a él hay un hombre alto (como de metro ochenta y cinco), de familia respetada y adinerada, de educación costosa, tiene veintisiete años y una vida por delante, sabe que hay señoritas que lo pretenden, que más de una está buenísima; ve frente a él un tipo que no podría pedir más, pero lo único que quiere, aquel capricho maldito no es suyo, lo que es peor, es de otro. Entonces golpea aquel espejo y lo parte en decenas de pedazos porque también vio a un hombre débil, a un hombre estúpido, a un hombre despechado y peligroso. De inmediato se dirige al cuarto de su papá, busca entre sus cosas intentando encontrar el arma que su papá atesora como un hijo más. Recuerda mil veces haber visto a su papá manipulándola, puliéndola con cariño y admiración, prometiéndole algún día heredársela a él, su hijo mayor. Ha buscado debajo de la almohada, en el velador viejo donde no hay más que basura. Ha buscado en el armario, entre los sacos donde hay billetes tanto en soles como en dólares, pero ahora eso a él no le interesa, el dinero no puede comprar lo que quiere. Se llama Verónica: ella es una chica guapa, muy popular en la ciudad por su belleza, por su cuerpo tentador y aquella sonrisa angelical. Él la conoció en la Universidad, ya en su último año. Ella recién ingresaba, recién aparecía en escena entre tanto lobo. La universidad privada donde estudiaban era más un círculo social que una casa universitaria. La gente se dedicaba a frecuentar más reuniones que las aulas. Por eso él se demoró casi ocho años en concluir aquella carrera que estaba de moda y que nadie entendía bien. Tuvo suerte, coincidió con ella no sólo casi en todas las fiestas, sino también en momentos claves. Él le lleva cinco años de diferencia, y para los veinte que ella tenía en esas épocas, la diferencia de edad sólo provocaba curiosidad. Entonces con un poco de confianza ganada, la invitó a salir, al cine, a las discos; la gente se acostumbro a verlos juntos. Ella sin darse cuenta cedió ante sus encantos, los cuales con el tiempo estaban exonerados de mala intención, porque él también se encandiló con la sonrisa angelical antes mencionada. Sólo tardaron unos meses en convencerse de que podía pasar algo especial entre ello. En efecto, fue genial. La universidad entera se rindió ante ellos. Él, hijo de un acaudalado empresario: guapo, atento, simpático. Ella, la chica más linda de la Universidad, inteligente, tranquila. Viajaron mucho, se tomaron mil fotos. Se escribieron cartas infinitas donde se prometían terminar juntos. Desplegaron el amor que se tuvieron por todos lados, se amaron con locura. Todo pasa por su cabeza como una película mientras se resigna a encontrar el arma de su papá. – Se la llevó este concha su mare – se dice. Pero como si el destino lo hubiera conducido a ese lugar, de soslayo, descubrió entre tanta basura junta en el velador, un frasco con pastillas para consolar el sueño. Entonces recordó que la loca de su madre no puede dormir tranquila porque no hace nada todo el día y por eso nunca está cansada, pero ella piensa que es el estrés de llevar la carga familiar sobre sus hombros. Coge el frasco y raudo se encierra en su cuarto. Ahora recuerda la pelea que tuvieron. Las cosas no habían estado muy bien últimamente. Ella había decido aparecer más en la escena discotequera de la ciudad. Usaba prendas coquetas que antes no solía usar. Él encontraba en las redes sociales muchos mensajes siniestros que lo atormentaban y sentía la alejaban de ella. Él también tomo su decisión: sabía que gozaba de un poder seductor con las chicas y no dudó en llevarse a un par a la cama, donde hizo lo que pudo, porque no lo hacía con quien él quería. Verónica le obsequió su virginidad una noche de verano, en la casa de playa donde había pasado situaciones similares. Él sabe que también se había portado mal con ella algunas veces, producto de los amigos, de el discreto acoso que recibía por parte de las chicas. Él se había portado mal porque sabía que ella estaba en casa y nunca lo iban a descubrir. “Él ladrón juzga por sus propios actos”. Entonces el la vio en la discoteca, bailando de manera coqueta con uno de sus amigos, con uno de su calaña. Ella ya no era la niña buena que conoció, ya no era ese ángel del que se enamoró. En su cabeza tenía todas las escenas íntimas vividas, pero ahora el personaje principal no era él. - Las mujeres tienen la capacidad de joder la vida de un hombre, saben como hacer daño – Como siempre tuvo lo que quiso, y ahora no era así, escogió no perder, tomó mil pastillas, tomó todas las que pudo. Antes de caer dormido alcanzó a escribir en su pared, con un plumón rojo que teñía la situación de un olor a muerte: “Lo que encuentres aquí, sólo son los restos de nuestro amor.” Y se dejó caer para nunca más levantarse. De esta manera, mató su amor por ella. (Historia acontecida noches atrás, en una habitación desconocida)

No hay comentarios: