martes, 4 de octubre de 2011

Por favor no te mueras

La llaman y ella va. No sabe quién la espera, no sabe lo que padece ni lo que tendrá que soportar, no sabe bien cómo la van a recibir pero sabe que tiene que ir y que será otra noche de desvelo. Ella trabaja cuidando niños por las noches o ancianos que poco a poco se están despidiendo de esta vida. Ha cuidado hace poco a una abuelita que lloraba en silencio en su cama, que desvariaba de rato en rato, que ya no alcanzaba a ir al baño y que esperaba inconscientemente la hora de partir. Ella cuenta que era una viejita coqueta, que de rato en rato bailaba sentadita con una gracia de niña traviesa. Cuando reía no mostraba la dentadura completa, pero si una alegría que conmueve, que emociona. Estuvo a su lado casi dos meses, y la acompañaba por las noches. La vio llorar, cantar, reír, quejarse; la vio amanecer, acostarse y comer alguna que otra cosa. Antes de morir la anciana la llamó, la invitó a verla; porque la extrañaba, porque ya no necesitaban que la cuiden porque estaba muy malita; entonces, como presintiendo el final, pidió que la trajeran, quería verla y agradecerle la paciencia, el cariño: - Te quiero mucho hijita – le dijo pocos días antes de que falleciera. La niña de la enfermedad terrible la mira con desconfianza, no sabe que hace esa señora sentada cerca a su cama, no sabe para qué va todas las noches a su cuarto, no sabe exactamente qué tiene y porque ha dejado de ir al colegio. Esa señora la trata con cariño, como una madre trata a su pequeño hijo. Le cuenta sus cosas, le confiesa que le hace recordar a una sobrina linda que tiene. La señora por las noches no duerme, la pequeña niña escucha haciéndose la dormida, como esta señora desconocida reza incansablemente, reza muy pegadito a ella, reza con denuedo e intentado no despertarla. La niña se cansa mucho, come poco y por las noches la despierta una tos que la hace saltar sintiendo que se ahoga. La niña no distingue los días de la noche, y sólo sale a hospitales. Cada vez que abre los ojos encuentra a la señora desconocida que reza mucho cerca de ella. A veces la ve hablando con su mamá, a veces la ve rezando con los ojos cerrados, a veces la ve durmiéndose con la biblia cerca. Cuando no la ve se asusta, se siente sola. La niña no distingue los minutos de las horas, pero si distingue la silueta de aquella señora desconocida que ahora se ha vuelto su compañera eterna, su amiga incondicional. La niña no distingue las fuerzas de las ganas, la luz de la oscuridad. La niña débil, de aspecto asustado no sabe qué pasa, sólo escucha a la señora que la acompaña sollozando, rezando entreverada, despidiéndose con cariño. La niña que no distingue nada, se ha cansado, siente menos fuerzas que otros días y decide dormir en paz. Ella se despierta tarde, se ha quedado dormida. La costumbre de levantarse a las seis de la mañana se ha perdido. Sabe que tiene que trasnochar otra vez, que tiene que velar el sueño de un viejito de ojos claros que le hace acordar a su papá. No tiene mucha hambre, y aunque ha bajado de peso, se siente fuerte. Todo se lo debe a su fe, todo lo que pasa se lo agradece a Dios. Ya es una mujer de edad y aunque se ve algo demacrada aún goza de una fuerza misteriosa que la conmueve, que la convence en ser una buena persona. Sólo espera que sea las ocho de la noche para empezar a alistarse, para abrigarse todo lo que pueda y partir a visitar a su nuevo amigo que está pronto a despedirse. Ha dejado sus papeles religiosos a la mano, cerca de su rosario de rosas que ha sido supuestamente bendecido por Juan Pablo II. Ella se encariña demasiado con las personas que ha conocido en situaciones incómodas, le hubiera gustado llevarse un mejor recuerdo de ellos, de haberlos disfrutado antes de verlos tan venidos a menos. Ha escuchado las historias de familiares: de hijos, hermanos, esposas y esposos que cuentan anécdotas que en principio le roban una sonrisa. Toca la puerta, le abren y la hacen pasar con cariño, como si fuera una más de la familia. Aquel viejo que le hace recordar a su papá sigue en el mismo sitio, casi en la misma posición. Él está durmiendo, duerme todo el día. Ella se sienta en un sillón que le han acomodado al lado de la cama, se tapa con la manta polar que ha sido su compañera noche tras noches los últimos meses. Le hace cariño en los pocos cabellos que le quedan. Lo mira con cariño, le hace recordar a su papá; le gustaría no encariñarse tanto, sabe cual es el final de las cosas, sabe que nunca saldrá victoriosa. Lo mira y recuerda cuando su papá convalecía. – Por favor no te mueras, no te mueras todavía – le dice cuando escucha algunos quejidos de aquel abuelito. – ¡Todavía no me muero carajo! – dice el viejo abriendo sus grandes ojos claros. – Deja de joder mujer que me haces recordar a la difunta de mi mujer y ahí si me da miedo la muerte – repite medio dormido. – Descanse, descanse – ella le repite, como arrullándolo de alguna manera. Se acomoda en su mueble y empieza a rezar, su fe la mantiene viva, y espera que alcance para mantener vivos a aquellos que en sus últimos días, se han vuelto parte de su familia.

1 comentario:

k.G.! dijo...

Jajajajaajajaaja escribes cada notaaa... iosh!!!! en que o quien t inspiras cada vez q escribes ojiverde!! ???